Transgénicos: asalto a la soberanía alimentaria
Los transgénicos son un verdadero asalto de las corporaciones globales de agronegocios a la soberanía alimentaria de todos los países. Un puñado de trasnacionales controla el mercado mundial de semillas transgénicas y sus patentes, tornando ilegales los derechos ancestrales de los campesinos y campesinas a guardar y replantar semillas. A esto se suma la presión creciente para adoptar tecnologías “Terminator” para hacer semillas suicidas; el uso de cultivos alimentarios para producir sustancias no comestibles —farmacéuticas, industriales, agrocombustibles— contaminando y disputando la tierra a la producción de alimentos; la amenaza de peces y ganado transgénicos. Los experimentos con árboles manipulados genéticamente prometen un infierno renovado, ya que además de invadir grandes extensiones con monocultivos y aumentar la devastación de áreas ricas en biodiversidad, provocarían contaminación durante décadas y a grandes distancias.
Pese a las enormes cantidades de dinero que las transnacionales dedican a la propaganda engañosa y a comprar funcionarios y gobiernos para establecer leyes a su favor, los diez primeros años de la comercialización de los transgénicos en el mundo muestran que el avance ha sido lento y les ha costado más de lo que las empresas nunca imaginaron. Aunque han logrado hacer mucho daño, entre otras cosas, con la contaminación de variedades campesinas, los juicios a agricultores contaminados, experimentos hasta con bebés y el gran experimento general con la mayoría de nosotros como consumidores involuntarios de transgénicos; las transnacionales han perdido estrepitosamente la batalla moral y de la opinión pública: nadie en todo el planeta —incluyendo los funcionarios de las empresas y los gobiernos que los legalizan — contestaría honestamente que prefiere comer transgénicos.
Más dependencia, menos productividad, más agrotóxicos
Seis empresas controlan el negocio de las semillas transgénicas: Monsanto, Dupont, Syngenta, Bayer, Dow, Basf. Son también las seis mayores en el mercado mundial de agrotóxicos. No sorprende, por tanto, que luego de diez años de que comenzara la comercialización de transgénicos (en Estados Unidos en1996) solamente haya dos tipos de cultivos en el campo: los que resisten los agrotóxicos de las propias empresas, —68 por ciento de las semillas cultivadas en 2006— y los cultivos insecticidas, manipulados para expresar la toxina de la bacteria Bacillus Thuringiensis (Bt) —19 por ciento de las semillas transgénicas en el campo en el mismo año. El restante 13 por ciento, fueron cultivos que tenían ambas características en la misma planta.
Aunque en Estados Unidos hay más de 70 variedades de cultivos aprobadas para comercialización, las siembras de escala en ese país y a nivel global durante estos diez años fueron soja, maíz, canola y algodón, principalmente para engordar ganado en los países ricos. Según fuentes de la propia industria biotecnológica, hay 22 países que han aprobado cultivos comerciales de transgénicos, pero sólo 14 de éstos plantan más de 50,000 hectáreas y en realidad siguen siendo apenas 4 países —Estados Unidos, Argentina, Canadá y Brasil— que cubren el 90 por ciento del área mundial cultivada con transgénicos. A contrapelo de los datos alegres de la industria, las estadísticas del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (abril 2006), muestran que los transgénicos producen menos o igual que los cultivos convencionales, y que el uso de agrotóxicos aumentó considerablemente en los diez años pasados.
Semillas: llave de la cadena alimentaria
En ningún otro rubro industrial se registra una concentración corporativa tan marcada como en el caso de las semillas transgénicas, donde una sola empresa transnacional —Monsanto— controla casi el 90 por ciento de estas semillas sembradas a nivel mundial. Con la adquisición de la empresa mexicana Seminis en el 2005 y de la mayor algodonera del mundo —Delta & Pine Land— en el 2006, Monsanto se convirtió en la empresa más grande de semillas en general, no solamente transgénicas. Destronó así a Dupont-Pioneer, que desde hacía años era la mayor empresa semillera del globo, pero además, pasó a dominar el mercado global de semillas de algodón y consiguió meterse en rubros donde no tenía presencia o era muy débil, como el de las frutas y hortalizas. Con la compra de Seminis, Monsanto accedió al suministro de 3 mil 500 variedades de semillas a productores de frutas y hortalizas en 150 países, controlando, entre otras, el 34 por ciento de la venta de semillas para producción de chile, 31 por ciento de los frijoles, 38 por ciento de los pepinos, 29 por ciento de los pimientos, 23 por ciento de los jitomates y 25 por ciento de las cebollas.
El control de las semillas es un objetivo claro de las transnacionales, porque quien las controla, tiene la llave de toda la cadena alimentaria. Las semillas transgénicas son el paradigma de este control corporativo, ya que además de la fuerte concentración de mercado, también están patentadas, lo que vuelve ilegal el derecho ancestral de los campesinos y campesinas a guardar semillas y volverlas a plantar en la próxima cosecha. Monsanto y otras empresas ya han ejercido legalmente esta violación contra decenas de agricultores contaminados en Estados Unidos y Canadá, a los que han demandado por “uso ilegal” de sus genes patentados. Según un informe del Center for Food Safety de Estados Unidos, al 2005 Monsanto ya había cobrado más de 15 millones de dólares en 90 juicios de este tipo.
Terminator y sus clones
Aún así, las empresas de agronegocios van por más, ya que aunque las patentes sean una herramienta para su monopolio, les implica detectar el supuesto uso “ilegal” y emprender juicios. Por eso idearon la tecnología “Terminator”, para hacer semillas estériles en segunda generación y automáticamente obligar a que todos deban comprar semillas nuevas de las empresas para cada siembra. Este fenómeno ya sucede mayoritariamente en Estados Unidos y otros países de Norte (sin usar Terminator, solamente por haber impuesto híbridos que no mantienen el nivel de producción después de la primer cosecha). Esta dependencia con las semillas comerciales es lo que obligó a los agricultores de ese país a seguir comprando semillas transgénicas aunque rinden menos, son más caras y usan más químicos: sencillamente no podían hacer otra cosa. En el Sur en cambio, existen 1400 millones de campesinos y campesinas que usan sus propias semillas para producir alimentos y forrajes. Con la pinza de nuevas leyes de semillas, introducción de transgénicos y como golpe final, Terminator, se amenazan las formas de vida de esos campesinos y campesinas, para que nadie más, ni en el Norte ni el Sur, pueda guardar sus propias semillas.
Luego de la primera versión de Terminator, que fue patentada en 1998 en conjunto por el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos con la empresa Delta & Pine (ahora en vías de convertirse en propiedad de Monsanto), surgieron muchas otras versiones de esta tecnología suicida-homicida, desde casi todas las empresas que producen agrotransgénicos, ya que ese es el futuro que avizoran para aplicar a todos los transgénicos. Una de las más recientes es producto de una investigación patrocinada por la Unión Europea llamada “Transcontainer”, que afirman no será para producir esterilidad en forma permanente sino solamente para contener la contaminación transgénica, ya que la fertilidad de la semilla puede ser restitutida posteriormente por las empresas que la venden. Pero Transcontainer o Terminator, tanto muerte como contaminación y cualquiera de sus versiones apuntan de fondo a lo mismo: a que el oligopolio de empresas estadounidenses y europeas pueda seguir esparciendo sus semillas manipuladas en los campos, con garantías de mantener su monopolio, y que todos los agricultores y campesinos tengan que ir a comprar semillas o pagarle a las empresas para que les restituya la fertilidad.
Nos usan como conejillos de Indias
Al contrario de lo que afirma la industria biotecnológica de que no existen pruebas de los transgénicos son malos para la salud, se van acumulando evidencias que muestran lo contrario. Según detalla una reciente compilación de la coordinación de la Red por una América Latina Libre de Transgénicos, diferentes tipos de transgénicos probados en ratones de laboratorio, producen desde alergias hasta reacciones inmunológicas más serias, como mal funcionamiento o atrofia de órganos internos, aumento de nivel de glóbulos blancos, hemorragias, cambios genéticos y bioquímicos que los hacen más susceptibles a enfermedades, en animales y plantas. Un estudio ruso realizado por la Dra. Irina Ermakova de la Academia Rusa de Ciencias, alimentando a grupos de ratas preñadas con harina de soya (unas de forma convencional y otros de forma transgénica) mostró que más de la mitad de las crías de madres que ingerían transgénicos murieron rápidamente y las sobrevivientes pesaban considerablemente menos. La lista ya es bastante extensa, pero si no se conocen más evidencias de los daños que puede provocar el consumo de transgénicos es porque ni la industria ni los gobiernos los están buscando y tratan de ocultar los pocos estudios independientes que logran salir a la luz.
Por otra parte, el uso intensivo de agrotóxicos para los cultivos resistentes a éstos, como en Argentina, Paraguay y Brasil, produce daños graves —y hasta muertes, como el niño Silvino Talavera en Paraguay—a quienes están expuestos en los campos, y a sus vecinos y zonas aledañas a través de la contaminación área, de aguas y suelos.
Latifundios y agrocombustibles transgénicos
En Argentina, el segundo país productor de transgénicos en el mundo, estos cultivos, con su demanda de inversiones para insumos y semillas más caras, así como de superficies cada vez más grandes para la exportación, han contribuido notablemente a consolidar una verdadera reforma agraria a favor de los latifundistas, al provocar la desaparición de un porcentaje importante de pequeños productores.
Recientemente el complejo industrial de los agronegocios lanzó un nuevo embate que va en el mismo sentido, ahora con la explosión de la promoción industrial de los agrocombustibles, o sea cultivos como caña de azúcar, soya y maíz para producir etanol y biodiesel. Para las industrias es un golpe propagandístico, porque lo presentan como solución “ambientalmente amigable” al cambio climático, pero lo que buscan es un jugoso negocio, tanto por las subvenciones que prometen los gobiernos, como porque la destrucción ambiental por extensión de la frontera agrícola y la erosión de suelos, la sufrirán los países del Sur, no las empresas ni sus países sede. Las empresas que producen agro-transgénicos se han aliado a empresas automovilísticas y a grandes distribuidores de granos que monopolizan ese mercado, como Cargill, Bunge, Dreyfuss y Archer Daniel Midland, para manipular genéticamente cultivos para la producción de agrocombustibles, argumentando que solamente así serán eficientes en la siembra y el procesado. No tienen bases reales para proclamar tal cosa, pero eso no será óbice para que los arrojen al mercado, disputando las tierras campesinas y que deberían ser usadas para alimentos. De paso, esto aumentará en forma exponencial los riesgos de la contaminación transgénica, porque las nuevas manipulaciones vuelven los cultivos no comestibles.
La próxima etapa sobre la que ya están avanzando las empresas, con el argumento de la producción de nuevos combustibles y otros, va mucho más allá de los transgénicos, para crear organismos vivos artificiales desde cero. Le llaman “biología sintética” y sus impactos son potencialmente mucho peores que los que ya han provocado los transgénicos.
Sin embargo, pese a los constantes y cambiantes ataques de las transnacionales para controlar las aspectos básicos de la vida de todos, los campesinos y campesinas, indígenas, pescadores artesanales, pastores y otras comunidades locales del mundo, siguen teniendo en sus manos las semillas y conocimientos para poder seguir produciendo alimentos sanos y cuidando las bases del sustento de todos. Es tarea de todos y todas que así siga.
Silvia Ribeiro es investigadora del Grupo ETC
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